miércoles, 3 de diciembre de 2008

Cuando muerdo mi lapicero

Alguna vez mi madre me dijo, deja de morder los lapiceros que te vas a cagar los dientes.



Mi historia con lapiceros comienza cuando descubrí, si tal cosa se pudiese, que dejaban rastro por la parte puntiaguda. De inmediato comencé a jugar y representar lo que yo veía, no sabía de letras pero sabía de formas y mamá fue dos círculos con cabello. A ella le gustó, de ahí supe que los rastros de tinta podían generar sonrisas.



Este fue el inicio de una práctica que nunca abandonaría.

A los doce conocí a Bécquer, y si bien me pareció un huevón, nadie sabía resolver los versos como él, qué mano tan fina pensé y quise ser como él. Un reverendo huevón que podía resolver en segundos el poema más difícil.

A los doce empecé, pues, a escribir miles de versos que, uno tras otro, fueron echados a la basura por la mala calidad, por errores ortográficos que me aburría corregir o porque quedaban inconclusos. Muchos de estos los guardé en un cuaderno amarillo, con la numeración de Rimas de Gustavo Adolfo. Del I al L todos fueron de alegría, predicción del clima y sobre mi madre, a quien quería más que a cualquier cosa, inclusive más que a mí.

No pasaron muchos meses y el cuaderno desapareció, mi mal llamado arte había sido hurtado del escondite y nunca más lo volví a ver. Sería la primera etapa, la del olvido.
Dejé de escribir unos meses y mis notas en el colegio subían proporcionalmente con el tiempo que no le dedicara a escribir. Y todo hubiera sido felicidad desde ese entonces pero, no me gustaba sacar buenas notas, me aburrí al tiempo y dije, prefiero escribir sobre gary farfán que sobre honore de balzac.



Conocí a JR Ribeyro, mi cuentista favorito. Después de A pie del Acantilado nada fue lo mismo para mí, el tipo la tenía clara y lo decía, uno entendía y pensaba: yo quiero el shampoo que él está usando. Y claro que sí dejé los versos, pero no para dedicarme a los cuentos sino a los poemas en prosa. Eran más divertidos y no necesitaban tanta capacidad para resolverlos.

Conocí mil mujeres y cientos me gustaron. Conocí de escritores y de la vida, empecé a escribirle al amor que era lo único en lo que siempre me iba mal. La soltería era una virtud que supe mantener hasta los quince, luego apareció una malmujer, una pelanduzca de aquellas que se muestran inocentes los primeros meses y mortales para la buena fama los seis siguientes.
Duramos ocho meses en los que me dediqué a la poesía barata por un rato de caricias y morreos en la sala, a ella le gustaba, a mí también.
Poco después terminó el show, ella se fue con otro, con otro peor. Yo me quede conmigo y así empezó la experiencia de la soledad.
Muchos meses me duró la gracia, la soledad era la inspiración que siempre necesité, de ahí fue que nacieron mis prosas mas tristes, mis canciones más bellas. Pero tenía que abandonar una ciudad para no irme a la mierda y me fui.

Mi vida después de eso fue tediosa y medio antipática. Empecé a morder los lapiceros, una costumbre parecida a persignarse antes de entrar a la cancha. La primera vez que mordí el lapicero fue cuando, escribiendo me tuve que movilizar para no ser descubierto porque escribir siempre ha sido algo que me averguenza hacer en público. Con las dos manos ocupadas el único lugar para llevar el lapicero era en la boca. Durante el trayecto a la nueva locación llegaron miles de ideas a mi cabeza, lo mismo sucedió varias veces más, el lapicero en mis dientes era un generador de ideas.

De ahí la costumbre que sigo hasta hoy. A veces escribo en público, a veces dejo de escribir mucho tiempo pero antes de iniciar un examen, antes de un poema, antes de escribir este texto me pongo el lapicero en los dientes y lo muerdo, como queriéndole arrancar inspiración, como si quisiera llegar a la tinta que lleva dentro.

1 comentario:

vasco dijo...

oe muy bueno perro y si te noto algo de jr ribeyro te felicito tienes una excelente redaccion